martes, 28 de noviembre de 2017

CINCUENTA AÑOS DE CIEN AÑOS DE SOLEDAD


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Muchos años atrás, cuando mi vida era tan reciente que desconocía el significado de la mayoría de las cosas del mundo, mi padre regresó de Bogotá con uno de estos enigmas en las manos. Yo sabía que se trataba de un libro porque estaba familiarizada con esas hojas encuadernadas donde venían escritas las fábulas de Esopo, Pombo y Samaniego, pero cuando lo agitó en el aire como a una bandera y nos dijo a su familia y a unos invitados que pasarían varios siglos antes de que en Colombia se volviera a escribir una novela como esa, mi confusión fue plena. Yo tenía siete años apenas, el libro acababa de tener su primera edición aquel año de 1967  y uno de los  lectores iniciales, que era mi padre, aseguraba que se trataba de una obra  portentosa como un tal Quijote del que también yo ignoraba todo. Esa noche fui a tientas a su biblioteca tan solo para averiguar qué era una novela y por qué Soledad alcanzó a tener cien años. Pero pasé días y noches dedicada a la tarea de buscarla entre tantos personajes y no encontré su nombre sino hasta el final del libro en medio de una frase incomprensible: "porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra".
Me olvidé poco a poco del asunto, pero lo que había descubierto era que las novelas eran como esas historias que mi madre me leía, pero mucho más largas e infinitamente complicadas. Sin embargo, el siguiente año mi padre compró una pequeña finca de recreo y volví a recordar a soledad cuando nos informó que su nombre sería Macondo. Es el pueblo de la novela, nos dijo, y en ese Macondo familiar de pocas hectáreas, en las pausas que me dejaban mis siembras de hortalizas en diminutas parcelas, y las expediciones a lomo de burro hasta el caserío vecino, me fui aproximando a la lectura de novelas de un modo desordenado. Recuerdo que de Alicia en el país de las maravillas pasé a Cien años de soledad y que al mismo tiempo en que yo leía, mi padre, que era entonces gerente de la  electrificadora de Sucre, inauguraba en los corregimientos y municipios el servicio de luz frente a moradores expectantes que presenciaban el acto con la misma fascinación con la que Aureliano tocó el hielo y yo me dejé atraer por los inventos que el gitano Melquíades llevó a Macondo. Pero abandoné la lectura y esperé el tiempo en que podría comprenderla como la adulta que   serás, me dijo mi padre terminante. Ese día no tardó y entonces supe por qué le había impresionado tanto la historia de la saga de los Buendía. Allí estábamos todos. Era una magistral parodia bíblica con su génesis, éxodo, diluvio, profeta y hasta apocalipsis. Gabriel García Márquez fundó un micromundo basado en las tradiciones hispanoamericanas y universalizó nuestro modo de ser social. Mi padre tenía razón: Cien años de soledad cumple este año cincuenta años de felicidad  y su reinado es absoluto.




BARRABAS A DOS VOCES



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El cielo tenía unas nubes bajas y plomizas, como panzas monumentales a punto de deshacerse en agua. Pero no llovió esa mañana. Él lo anunció después de cerrar el libro y levantar la vista: “Siempre es así. Aunque los días en esta época son grises, es cierto que se sienten muy secos y que tienen el inconfundible olor de  la melaza”. Acababa de leerme un párrafo entero sin hacer pausas: Todo el mundo sabe que fue crucificado al mismo tiempo que otros dos; se sabe quiénes eran las personas que se agrupaban alrededor de Él: María, Su madre, y María Magdalena, Verónica y Simón el Cirineo, que había llevado la cruz, y José de Arimatea, que debía sepultarlo. Pero un poco más abajo, en el declive del monte y apartado de los demás, un hombre observó fijamente a Aquel que se hallaba clavado en la cruz y siguió la agonía del principio al fin. Se llamaba Barrabás. De él se trata en este libro”, había leído con fatiga. Tenía reputación de ser quien más conocía sobre el bandido indultado por Pilatos en lugar de Jesús  y sobre el autor que recreó su vida en la novela homónima. Sobre el primero solo le constaba que era un personaje esencial de la Pascua Judía. “Hay quienes dicen que puede ser la cara mortal de Jesucristo.” ¿Una figura literaria? Mi pregunta no lo sorprendió en absoluto; como si la estuviera esperando, me dijo.  Para él podía ser posible esa versión, como también cualquiera de las otras. “Lo que importa no es que el texto bíblico sea de una veracidad histórica”. Tomó para sí una cucharada de papaya almibarada  y a mí me ofreció otra. La mujer que sostenía la paila ante nosotros le hizo un llamado de atención con un gesto y luego su voz grave le disparó una advertencia: “sin exagerar, que esto es pecado mortal para la diabetes”. Entonces por primera vez él sonrió: “Lo que mi señora quiere decir es que en mi familia somos tan ricos que tenemos en la sangre un ingenio de azúcar”.  No le comenté que ya había oído eso en otra parte, sino que le pregunté si realmente era buena la historia de Pär Lagerkvist.  “Es una obra de arte”, respondió, y comenzó a leer en tono más sosegado: “Era un mocetón de unos treinta años, robusto, de pálida tez, barba rojiza y cabellos negros. Las cejas eran también negras; los ojos se hundían en las órbitas, como si la mirada hubiese querido esconderse. Bajo uno de los ojos corría una profunda cicatriz, que desaparecía en la barba. Pero el aspecto físico de un ser humano no significa gran cosa”. Para él ese comienzo anuncia una de las obras más grandes de la creación literaria. “Lo que le da esa trascendencia no es haberse quedado en el hecho específico del papel de Barrabás en el episodio culminante de la crucifixión, sino en haber continuado lo que Marcos, Mateo y Lucas  apenas esbozaron de este personaje en el Nuevo Testamento. Sin duda, estas cien páginas y un poco más, son un trabajo perfecto de imaginación que no se apega a la ambición de ser una historia novelada, ni se remite a la narración de actos épicos grandilocuentes. Su grandeza consiste en proponerle al lector una sencilla metáfora sobre la soledad humana”.  ¿Por eso se ganó el Premio Nobel el autor sueco? “Por eso”, responde rotundo. “Barrabás fue escrita en 1950 y el galardón le fue entregado en el 51. Es una obra mayor de Pär Lagerkvist, sin duda”. Un escritor amargo, le digo. “Y angustiado como Barrabás”, concluye él.