El
cielo tenía unas nubes bajas y plomizas, como panzas monumentales a punto de
deshacerse en agua. Pero no llovió esa mañana. Él lo anunció después de cerrar
el libro y levantar la vista: “Siempre es así. Aunque los días en esta época
son grises, es cierto que se sienten muy secos y que tienen el inconfundible
olor de la melaza”. Acababa de leerme un
párrafo entero sin hacer pausas: “Todo el mundo sabe que fue crucificado
al mismo tiempo que otros dos; se sabe quiénes eran las personas que se
agrupaban alrededor de Él: María, Su madre, y María Magdalena, Verónica y Simón
el Cirineo, que había llevado la cruz, y José de Arimatea, que debía
sepultarlo. Pero un poco más abajo, en el declive del monte y apartado de los
demás, un hombre observó fijamente a Aquel que se hallaba clavado en la cruz y
siguió la agonía del principio al fin. Se llamaba Barrabás. De él se trata en
este libro”, había
leído con fatiga. Tenía reputación de ser quien más conocía sobre el
bandido indultado por Pilatos en lugar de Jesús y sobre el autor que recreó su vida en la
novela homónima. Sobre el primero solo le constaba que era un personaje
esencial de la Pascua Judía. “Hay quienes dicen que puede ser la cara mortal de
Jesucristo.” ¿Una figura literaria? Mi pregunta no lo sorprendió en absoluto;
como si la estuviera esperando, me dijo.
Para él podía ser posible esa versión, como también cualquiera de las
otras. “Lo que importa no es que el texto bíblico sea de una veracidad
histórica”. Tomó para sí una cucharada de papaya almibarada y a mí me ofreció otra. La mujer que sostenía la
paila ante nosotros le hizo un llamado de atención con un gesto y luego su voz
grave le disparó una advertencia: “sin exagerar, que esto es pecado mortal para
la diabetes”. Entonces por primera vez él sonrió: “Lo que mi señora quiere
decir es que en mi familia somos tan ricos que tenemos en la sangre un ingenio
de azúcar”. No le comenté que ya había
oído eso en otra parte, sino que le pregunté si
realmente era buena la historia de Pär Lagerkvist. “Es una obra de arte”, respondió, y comenzó a
leer en tono más sosegado: “Era un
mocetón de unos treinta años, robusto, de pálida tez, barba rojiza y cabellos
negros. Las cejas eran también negras; los ojos se hundían en las órbitas, como
si la mirada hubiese querido esconderse. Bajo uno de los ojos corría una
profunda cicatriz, que desaparecía en la barba. Pero el aspecto físico de un
ser humano no significa gran cosa”. Para él ese comienzo anuncia una de las
obras más grandes de la creación literaria. “Lo que le da esa trascendencia no
es haberse quedado en el hecho específico del papel de Barrabás en el episodio
culminante de la crucifixión, sino en haber continuado lo que Marcos, Mateo y
Lucas apenas esbozaron de este personaje
en el Nuevo Testamento. Sin duda, estas cien páginas y un poco más, son un
trabajo perfecto de imaginación que no se apega a la ambición de ser una
historia novelada, ni se remite a la narración de actos épicos grandilocuentes.
Su grandeza consiste en proponerle al lector una sencilla metáfora sobre la
soledad humana”. ¿Por eso se ganó el Premio
Nobel el autor sueco? “Por eso”, responde rotundo. “Barrabás fue escrita en
1950 y el galardón le fue entregado en el 51. Es una obra mayor de Pär
Lagerkvist, sin duda”. Un escritor amargo, le digo. “Y angustiado como
Barrabás”, concluye él.
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